A los 117 años y con la vista ya fallándole Arthur seguía levantándose
todas las mañanas de todos los días a las diez en punto para vestirse,
dirigirse la baño lavarse los dientes y arribar a la cocina a no mas de las
diez y cuarto, para presionar el botón de la cafetera y esperar medio minuto a
que el agua que contenía se tornara en un caliente desayuno color negro con
espuma beige, medio minuto en el cual se dedicaba a seleccionar uno de sus
discos de música añeja y de colección que tenia en un alto organizador color blanco,
lo colocaba en su antiquísimo reproductor de CDs y presionaba la tecla de
reproducir. Se tomaba este trabajo todos los días porque no soportaba la idea
de actualizar su colección, que bastante espacio ocupaba, a una pequeña caja
con quinientos mil no se que cosa que respondía a las ordenes en tanto las
dijeras en voz alta, eso era lo que le decía a todo aquel que, en tema de
conversación, hablara de ello. A Arthur le gustaba vivir los viejos tiempos,
aquellos en los cuales los automóviles tenían ruedas en lugar de esferas, en
los que uno iba al banco a retirar efectivo, donde los lentes de sol o de
lectura eran lentes de sol o de lectura y no lentes computadora o lentes de sol
computadora que te muestran todas las imágenes a escasos dos centímetros de los
ojos.
Si no se hubiera roto su antiguo reloj de agujas que aún funcionaba, y a
pilas, no habría comprado ese moderno reloj digital incluido en la pared con
indicador de temperatura y todo lo que odiaba, que cuando marcaba las diez treinta
y cinco le indicaba que ya era hora de apagar el trasto viejo que tenía por
reproductor de música y salir a hacer lo mismo que hacia en esta ultima etapa de
su vida. Agradecía vivir en la planta baja de altísimo edificio de trescientos
treinta pisos porque usar el elevador Express que viaja a cuarenta kilómetros
por hora sin duda le daba nauseas, se aproximaba a la puerta y esta se abría a
su paso diciéndole monótonamente todos los días: “Que tenga un buen día”, y
luego de salir esta se cerraba detrás de él. Así se dirigía rumbo a uno de los
pocos parques que quedaban en el muy modernizado planeta, caminaba sobre las
angostas aceras que ya pocos usaban por el poco reciente invento del tele
transportador público, que no costaba más que lo que costaba un pasaje de
autobús, y era más ecológico, o porque la mayoría de las personas usaba sus
automáticos vehículos que ni hacia falta preocuparse por ver la autovía para
llegar al destino. Caminaba porque no pensaba siquiera en tele transportarse a
ningún lado y terminar por perder uno de los pocos aspectos que la humanidad tubo,
además aunque quisiera, no podía hacerlo ya que tenía un marcapasos y por
órdenes médicas lo tenía prohibido.
Durante
el viaje disfrutaba recordando como eran aquellos parajes que transitaba cuando
era joven y marcando cuanto había cambiado de la noche a la mañana, y haciendo
que los “hombres de hojalata” como llamaba él a los robots (los cuales no
usaban el tele transportador porque congestionarían el sistema) lo esquivaran.
Llegaba al parque a no mas de las once, se sentaba en uno de los bancos de
aluminio y sacaba lo que el llamaba ordenador de bolsillo de su bolso pequeño
que colgaba de una tira que atravesaba el frente y la espalda de Arthur, sus
lentes de material orgánico reciclado, tintados de un tono celeste para
combinar con la temática de todas las cosas de la época, y leía las noticias de
todo el mundo de todos los temas disponibles. Debía admitir que algo bueno
tenían esos tiempos comparados a los suyos: la inseguridad y la pobreza ya casi
ni existían. Enterarse de la A
a la Z de todo lo
que pasaba en el mundo le tomaba alrededor de una hora, luego contemplaría los
pocos árboles transgénicos que allí había y se iría a almorzar al bar de su
viejo amigo Héctor a eso de las doce y veinte, pero no era la ocasión, hacia ya
casi un año que se quedaba sentado un rato mas para observarla pasar por la
acera del frente, y ahí estaba ese día, como todos, tan perfecta y puntual,
pasaba y desaparecía detrás de un alto edificio, entonces después de haberla
visto, Arthur de ponía de pie y se marchaba hacia el bar, allí solía tener
grandes platicas con su amigo (quien era el dueño) sobre todo tipo de cosas,
pero últimamente solo hablaba de ella, le decía lo perfecta que era, estaba
hipnotizado, a tal punto que Héctor podía irse al baño por diez minutos y
Arthur seguiría hablándole al aire creyendo que él estaba ahí mientras solo la
veía a ella. A menudo, luego de ya casi un año, la paciencia de su amigo por
alguien tan viejo se iba a Hawai, y ya empezaba a decirle a Arthur con
amabilidad que dejara de pretender que ella se fijara en él, que ya era
demasiado anciano como para estar con pensamientos tan románticos y que se
llevaría una gran desilusión si oía lo que le diría si intentaba hablarle, pero
haciendo caso omiso de su amigo todas las tardes Arthur se adentraba el la
cafetería modernosa donde ella trabajaba y ocupaba la mesa que quedaba justo en
frente del pasa platos que da al interior de la cocina, pero del lado de la
ventana a la calle para ser más discreto, y se pasaba alrededor de otra hora observándola de reojo
lavando los platos mientras él se tomaba otro café negro como el ya acabado
petróleo.
Esa misma noche no pudo dormir, lo inquietaba saber que su vida se
acababa lentamente desde hacia rato, uno ya con 117 años puede sentir a la
muerte mandándole mensajes de texto, no quería morir sin siquiera haber
intentado hablarle, se desveló esa noche y la siguiente, pero decidió que no
habría una tercera. Siendo ya viernes realizó su cronograma matutino y esperó
en el parque a que pasara, cuando lo por fin pasó (tan puntual como siempre) se
levanto de la banca y la siguió desde cerca hasta que se detuvo en el cruce peatonal
para esperar el semáforo,
sentía una vergüenza equivalente
a la de un niño de 10 años quien intenta hacer lo mismo que él, pero no quería
volver a desvelarse y sabía que no habría otra oportunidad, entonces se le
acercó por el lateral y mirándole el perfil le dijo unos piropos de esos que la
gente solía decirse antes, pretendiendo iniciar una conversación, y allí se
quedo, sin reaccionar ante lo que Arthur le había dicho, inmóvil, sin dejar de
mirar al semáforo, sin mover una sola falange mecánica, y sin mostrar una
simple expresión en su rostro metálico en el que alguien había dibujado una
cara con maquillaje femenino talvez para darle un toque de gracia a algo sin
personalidad.
Francisco Martín
Francisco: la historia es atractiva y bastante ágil, a pesar de que por momentos explica demasiado el pasado (presente conocido)lo que favorece la lectura con ganas; sin embargo, se desluce porque son muchos los errores de expresión que le quitan coherencia.
ResponderBorrarRever construcción de oraciones, tiempos verbales, puntuación, párrafos. Inadecuado uo de la segunda persona.
Nota: 6