sábado, 5 de julio de 2014

Un milagro en mi infancia

 Lo primero que recuerdo de aquella mañana de domingo fue mi madre golpeando la puerta de mi habitación y yo, despertándome con aquel golpe abrupto.
 Vivíamos cómodamente en una pequeña casa en un pueblo llamado Uberlinguen. Allí se encontraba lo justo y necesario para vivir, quiero decir que no era una gran ciudad con grandes casas ni largos centros comerciales. Nuestro pueblo era más bien pacífico, teníamos un precioso río a unas cuadras de nuestra casa. El centro tenía pequeñas tiendas y en todas, había una bandera roja con un círculo blanco y dentro una cruz negra cuyos lados estaban doblados. Claro que yo no entendía que significaban aunque mi padre me explicó: ‘’ estas banderas representan a nuestro gobierno, gente que se supone que pretende hacerle algún bien al país aunque, entre nosotros, no creo que vaya a ser así más bien lo contrario’’.
 Aquel domingo tomábamos el desayuno mientras oíamos la radio que relataba las noticias más recientes. Advertimos un ruido en la casa de al lado, que estaba deshabitada hacía ya muchos años. Mi hermano mayor se asomó por la ventana y observó una familia numerosa: llevaban prendas de colores muy llamativas, como las faldas de las mujeres adultas. Mis padres se dirigieron una mirada de preocupación aunque yo estaba feliz por tener nuevos vecinos.
  A medida que pasaban los días la numerosa familia hacía cosas que nadie en el pueblo usualmente realizaba, como bailar flamenco, acompañados de movimientos bruscos y complicadas melodías en la guitarra.
 Llegó el verano y todos los días se presentaban despejados y calurosos. Aprovechaba aquella época del año para pasar mi tiempo libre jugando con mis muñecas en el jardín. En una ocasión acompañé a mi madre a tender la ropa, cuando salió de la casa de al lado el padre de la familia sosteniendo una caja. Mi madre miraba esa escena totalmente horrorizada como si estuviera presenciando la muerte de alguien. El vecino enterró la caja en un rincón del patio y luego entró a su casa. Mi madre me sujetó de la muñeca y me arrastró al interior de nuestro hogar y me aclaró: ‘’ Los nuevos vecinos son gitanos, tienen costumbres distintas a las nuestras. No quiero que le cuentes a nadie que vimos que han enterrado libros en su jardín, sí?’’.
  Libros. Nunca fui a la escuela y lo poco que sabía es gracias a mis padres, quienes sólo sabían leer y escribir. Tienen algunos libros en casa, como uno grande con recetas y otros clásicos infantiles. Tomé la rutina de agarrar algún libro de la biblioteca y hojearlo en el jardín delantero. Realmente disfrutaba de ver aquellos dibujos y letras, era como tener en mis manos algo que no debía tener. En una de esas tardes, uno de los cuantos muchachos de la casa contigua a la nuestra, se acercó y me preguntó si sabía leer y claro que le contesté que nunca había aprendido. Entonces se paró y se fue. A los cinco minutos regresó con un lápiz y un pequeño cuaderno y comenzó a explicarme. Podría haber estado toda la tarde aprendiendo pero lamentablemente había que comer y descansar. Cuando le conté a mi madre la habilidad que estaban enseñándome, su cara cambió de color radicalmente, hasta estar totalmente colorada de ira. Pareció haber pasado un siglo mientras escuchaba todos sus sermones y explicaciones acerca de por qué no debía juntarme con aquella gente. A la llegada de la noche mi padre regresó a casa y la tranquilizó. Al día siguiente ambos me explicaron que si realmente quería aprender a leer y escribir tendría que tener mucho cuidado con aquella familia, no porque fueran mala gente, sino porque ellos corrían peligro.
  Pasaron los meses y yo aprendía a leer libros cada vez más largos (llegué a terminar todos los que encontré en mi casa). Leía todos los días, y seguía sin entender por qué había tantas de estas maravillas prohibidas. Por otro lado, el pueblo estaba cada vez más triste: las tiendas tenía pocos productos, la gente rara vez salía a caminar, los gitanos dejaron de usar sus brillantes prendas y mi hermano comenzó el servicio militar obligatorio. Y por supuesto, no debían faltar esas feas banderas rojas en todas las casas.
 Una tarde estaba sentada en la plaza central esperando el acontecimiento tan esperado por el resto del pueblo: el desfile del Ejército alemán. Estaba custodiado absolutamente todo el pueblo, mi familia y yo permanecimos en aquella plaza casi todo el día. Luego del desfile regresamos a asa. Antes de entrar, observamos la casa de los gitanos y su puerta abierta. Todas sus pertenencias estaban tiradas por el piso, destrozadas. Corrí hacia el patio, y para mi sorpresa descubrí que no habían encontrado la caja. Saqué los libros lo más rápido que pude y comencé a llorar, aferrando los libros con todas mis fuerzas.
 Sólo existen dos cosas de las que estoy totalmente segura: mi arrepentimiento de no haberle agradecido  a aquel chico por haberme enseñado el paraíso en unas cuantas páginas y que nunca más volví a verlos.

Belén Campos

1 comentario:

  1. Belén: Desde el comienzo, en cuanto ubicamos el lugar de la historia, ya sabemos qué va a pasar; nada sorprende o conmueve, pues no hay tensión y los hechos se desarrollan de manera previsible. La protagonista está recordando lo que cuenta, pero sus reflexiones no resultan verosímiles con el paso del tiempo y el conocimiento que tiene en el presente de aquellos acontecimientos; tampoco, la actitud de los padres ante sus vecinos y la relación con su hija.
    No me animo a afirmarlo, pero dudo que una familia de gitanos se asentara en esa época, en una casa de Alemania nazi o prenazi; pueblo nómade, expulsado de cada país al que llegaban.
    repensar el título.
    Rever uso de puntuación, construcción de párrafos y preposiciones.
    Nota: 7

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