viernes, 4 de julio de 2014

La lectura inconclusa

Doce años tenía Bernardo cuando, sin entender bien por qué, aquella fría mañana 1935, su madre le dijo que no iría a la escuela. Ni esa mañana, ni ninguna otra.
Para él, la escuela era su lugar en el mundo, el lugar donde, durante algunas horas, se convertía en miles de personajes diversos y exóticos, que lo llevaban a fantasear y viajar imaginariamente a situaciones en las que su realidad de pobreza no existía. Los libros le permitían transformarse en un héroe, un corsario, un guerrero, un príncipe…  y ser el protagonista de increíbles aventuras donde siempre los finales eran felices.
No era fácil ser judío en esos tiempos y  vivir en una Alemania convulsionada, enferma de venganza y resentimiento. Bernardo, a pesar de su corta edad, ya conocía bastante de las miserias humanas porque a diario sufría la discriminación a la que su gente era sometida. Ya no podía viajar en transportes públicos;  su maestra más querida, la que le había inculcado el amor por la lectura, ya no estaba ese año en la escuela, por ser judía;  y su padre, por el mismo motivo,  había sido despedido del ministerio hacía  un año. Con los ahorros de toda la vida, había logrado abrir un negocio de venta de telas. Pero aún así, nada era sencillo. El boicot a los comercios judíos hacía muy difícil la vida de su familia, sobre todo desde que habían tenido que acostumbrarse a que en la vidriera de su negocio la leyenda “no compre, negocio judío” les restara su habitual clientela, algunos por miedo, pero otros por compartir esa idea.  Sólo podía pensarse en el alimento, nada más. Comprar un libro era algo que Bernardo sólo podía soñar.
Por eso, tener que dejar la escuela fue para él la peor realidad que pensó que podría vivir.
                En los años que siguieron, Bernardo pasó sus días ayudando a su padre en el negocio de las telas. Fueron años de subsistencia, de lucha constante contra una realidad que le dolía y no entendía. La impotencia se apoderó de él. Extrañaba a sus compañeros de escuela. A menudo se preguntaba qué sería de ellos, qué nuevos libros estarían leyendo, en qué nueva historia estarían inmersos. Incluso echaba de menos a aquellos con los que no se llevaba bien, como Karl, Hernann y Alfred, que no tenían nada que ver con él, pertenecían a la raza para la que todo estaba permitido. Se sentían superiores a él, y se lo hacían saber.
Pero lo que más añoraba era la biblioteca, ese mundo mágico de cuatro paredes donde pasaba horas leyendo, incluso después de clase. Sentía  un deseo irrefrenable de volver a ella. Tenía una asignatura pendiente: terminar la lectura de aquel libro que, por ridículas  e injustas decisiones de los adultos, había dejado inconcluso.  Se trataba de La Odisea, el más célebre poema de Homero.
El año anterior, con la ayuda y complicidad de su maestra había leído los cantos más importantes de la Ilíada y se había convertido en un experto apasionado de la Guerra de Troya y las aventuras de sus héroes.  Había empezado la lectura de La Odisea, y deseaba terminarlo, con las mismas ansias que Ulises tenía de regresar a Itaca. Pero su deseo quedó truncado.
Había cumplido veinte años, cuando una tarde, de regreso a casa después del trabajo, fue interceptado por una patrulla de soldados nazis. Lo subieron a un camión en el que había otros judíos. Tras una larga travesía en tren, en el que viajó en condiciones inhumanas, llegó a Auschwitz, en Polonia.
La dura vida en el campo, y las extenuantes horas de trabajo forzado a las que era sometido, fueron diezmando las fuerzas de Bernardo. Su físico empezó a dar signos de flaqueza. Sólo de noche, cuando el dolor en su cuerpo y en su alma;  la impotencia y la angustia, no lo dejaban conciliar el sueño, encontraba un escape a su dura realidad, fantaseando con aquellas historias que leía cuando era niño.
Una mañana, a pesar de todos sus esfuerzos, no pudo más. Su cuerpo no le respondía. Quiso levantarse, pero se desplomó en el piso. Fue llevado a la enfermería donde, según supo después, pasó tres días hasta recuperarse. Al abrir los ojos, encontró una mirada que le resultaba conocida. Se trataba de unos lavados ojos celestes que le resultaban familiares pero que, esta vez, lo miraban con lástima. Tardó unos segundos en darse cuenta de que se trataba de Hernann, su hostil compañero de banco. Nada pudieron decirse, porque no estaba permitido que los soldados intercambien palabras con los judíos. Ya Bernardo no era un niño, ahora era un joven que había vivido tanto,  que sus años se triplicaban en lo que a experiencia se debía. No le resultaba extraño ver a ese compañero ario y prolijo en ese lugar. Lo que le produjo cierto impacto, en cambio, fue su mirada compasiva.
Apenas recuperado, tuvo que volver al trabajo. Los días pasaban y su vida se apagaba. Ya no deseaba vivir. Prefería la muerte a seguir padeciendo el infierno en que vivía. La muerte real sería, seguramente, más dulce que esa lenta y agónica que padecía.
Una noche, mientras dormía, escuchó pasos sigilosos entre las literas. Se sobresaltó, pero descartó que se tratara de una de las habituales requisas. Una voz muy baja le murmuró que se quedara tranquilo, que no pasaba nada. Era Hernann,  que, sin decir nada más, le dejó un libro en la litera y se fue. Sorprendido, comenzó a leerlo, pero a pesar de su avidez por la lectura, el miedo y la desconfianza no le permitieron conectarse con la historia.
A ese libro le siguieron otros. Y durante los siguientes meses, Bernardo volvió a sentir deseos de vivir. Cada mañana, al levantarse, tenía un motivo para afrontar su día: esperar la noche para viajar en las historias de sus libros. Volvió a ser héroe, corsario, guerrero, príncipe, y cientos de personajes que lo llevaban a otro mundo, lejos del infierno que vivía. Volvió a sentirse un niño.
Esa noche, cuando llegó a su litera, ni siquiera quiso participar de la pelea que se había desatado entre dos de sus compañeros a causa de un trozo de pan que ambos se disputaban como si se tratara de un tesoro. Prefirió sumergirse en la nueva lectura que lo esperaba.  Metió la mano bajo su colchón, siguiendo el ritual de intercambio de libros que sin pactarlo habían armado con Hernann, y la sorpresa lo paralizó. No podía creer lo que sus ojos veían. Se trataba del libro que nunca pudo terminar de leer, desde aquella mañana en que su vida comenzó a cambiar para siempre.
Emocionado y dudando si se trataba de una simple casualidad o si su antiguo compañero en realidad conocía que esta era su lectura inconclusa, lo abrió y comenzó a leerlo. A pesar de los años, no necesitó volver en sus hojas. Sus historias le habían impactado tanto, que las recordaba como si las hubiera leído ayer mismo.
Convertido en Ulises estaba, en plena lucha en la Isla de los cíclopes contra Polifemo, cuando, la última requisa lo trajo al mundo real. Ni tiempo tuvo de esconder su libro. Esa misma noche, y después de dos horas de ser sometido a una feroz tortura para que diera a los oficiales el nombre del traidor que le hacía llegar los libros, se decidió su fusilamiento. Sería al amanecer.
El pelotón estaba listo. Bernardo levantó la vista por última vez, antes que le vedaran los ojos. Su mirada volvió a cruzarse con la de Hernann, que se destacaba un paso adelante del resto del pelotón. Las lágrimas de sus ojos, no le impidieron leer sus labios. “Perdón”, fue la única palabra que salió de su boca.
Por un instante fantaseó con que su verdugo se convirtiera en su héroe y que, como en sus cuentos, se enfrentara a los villanos poderosos y lo salvara. 

Bernardo sintió el impacto de las balas sobre su cuerpo mientras su mente viajaba hacia el Hades, la morada de los muertos. La diosa Atenea animaba a los nazis y a los judíos, como antes a los itacenses, a llegar a un pacto, para que juntos vivan en paz los años venideros.

Lucas Goloboff

1 comentario:

  1. Lucas: elaborás un buen relato que cuenta una historia clara y con pasajes conmovedores, a pesar de no ser original. Sin embargo, lo que hace ruido es que resulta imposible reconocerte y reconocer tu estilo en el discurso; además es muy brusco el cambio en relación con escritos anteriores. Por esto, sin objetar que hayas pedido ayuda, parece escrito por otra persona. ¿Qué aprendiste con esta actividad y el modo de resolverla? ¿Podés ver vos esto que te señalo? ¿Cómo evaluás tu trabajo?
    Si me equivoco, pido disculpas. Espero que, después de leer este comentario, te acerques para que hablemos.
    Graciela

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